Valle-Inclán sentiría vergüenza hoy “ante tanto desatino de personajes que debieran ser heroicos, pero no pasan de bufones”

España, de Esperpento en Esperpento 100 años después

Don Ramón Mª. del Valle-Inclán inaugura con su Luces de Bohemia en 1920 el género teatral conocido como “esperpento”, a partir precisamente de una idea: la de la imagen desfigurada que reflejaban de sus espectadores dos espejos, uno cóncavo y otro convexo, ubicados como reclamo en la fachada de un comercio de ferretería sito en la madrileña calle de Álvarez Gato, conocida como el callejón del Gato.

Pero lo que nunca habría imaginado el autor gallego es que esa visión grotesca y absurda de la realidad de su tiempo, la deformación tragicómica y de crítica ácida de una sociedad decadente, tendría su remedo un siglo más tarde en la misma España mediocre, incomprensible e injusta en la que pasa su último día de vida Max Estrella, el viejo bohemio y ciego protagonista de la obra.

Porque nada más parecido a aquella España fracasada y corrupta que esta triste realidad de una España hoy en la que es imposible entender qué pretenden quienes ocupan la escena siempre teatral de la política. Y no la política seria, la de las decisiones de quienes detentan el poder para hacer progresar a la comunidad sobre la que lo ejercen, sino la de ese esperpento constante al que se entregan sin dudarlo personajes cuya imagen se altera y deforma a cada palabra que dicen.

Hace solo unos días que el Gobierno de PSOE y Sumar mantenían por boca de Sánchez y todos sus ministros que el decreto ómnibus rechazado por el Congreso de los Diputados era el que era. Y que eran lentejas -o las tomas o las dejas-, porque las reclamaciones de PP, Vox y Junts eran inasumibles y la norma imposible de trocear. Un Gobierno engallado incapaz de asumir la necesidad de gobernar con medidas posibles por separado frente a la chulería de no gobernar por lo imposible de salvar propuestas agrupadas para el ejercicio de un chantaje. Y sin embargo bastaron unos días para desdecirse y trocear ese ómnibus en lo que parece que serán varios minibuses.

Pero el esperpento ha estado en el argumento de que lo que no podía ser de ninguna manera ahora ya sí puede serlo, concediendo Sánchez que quien le ha doblado la voluntad le exija pagar un precio cuando tenía sobre la mesa el hacer lo mismo sin necesidad de peajes. Porque Junts le reclamaba la humillación de someterse a una cuestión de confianza en el Congreso que Sánchez, aparentemente, ha concedido soportar, cuando ese era un trance al que Feijóo ya había anunciado no querer someterlo por la seguridad de no poderlo ganar en forma de moción de censura.

No puede ser así más absurda la imagen del espejo del callejón del Gato que la de Sánchez y Feijóo de acuerdo en el único camino posible pero optando cada cual por andarlo a saltos por el arcén…

Aunque más deformación y extraña realidad la del PP que anuncia ahora su voto favorable al nuevo decreto troceado que contiene, justamente, las medidas que motivaban su negativa al ómnibus anterior: un palacete para el PNV en París y la desprotección de los propietarios de inmuebles frente a los impagos de sus inquilinos, justo lo que vuelve a aparecer en ese minibús recién publicado oficialmente y que ya no genera resquemor en los conservadores para poder votarlo aun cuando sus votos ya no se requieran. Un PP en el que, dando más volantazos que los coches de choque en hora punta en la feria, un día se enamoran perdidamente de Junts, partido demócrata con el que hay que hablar para desesperación de Alejandro Fernández, y del que al otro reniegan por golpistas irredentos que debieran estar habitando celdas.

Pero el esperpento de Valle-Inclán lo alcanza todo, incluso a quienes afirman haberse llevado el gato al agua pavoneándose de sus logros porque han conseguido, dicen, que en un par de años se hable solo catalán en la UHF cuando pretendían ascender mañana mismo a Pompeu i Fabra al atril del Parlamento Europeo; cuando la aplicación de la amnistía que le reclamaban al Gobierno seguirá dependiendo del Tribunal Supremo y no de Moncloa; cuando su cuestión de confianza sí o sí se ha convertido en un ya se verá no vinculante en absoluto; cuando se reclama el control eficaz de fronteras para unos Mossos d’Esquadra a los que se les escapa al extranjero cualquiera capaz de saltarse un par de semáforos en rojo a más de 350 km de distancia todavía del límite territorial.

¿Queremos más esperpento? Porque lo tenemos, y a raudales. Incluso saliendo de la pista central de ese circo de la política patria para pasar a la que ocupan sindicatos de trabajadores como UGT y CCOO, que convocan manifestaciones y protestas no ya contra el empresario capitalista y opresor, lo que sería seguir los cánones tradicionales del manual del proletario consciente de su desigualdad de clase. Ni siquiera frente al Gobierno que juega a manosear sus derechos, como los de los pensionistas, en la cara de la oposición para provocar el no por el no. Lo de los sindicatos tiene guasa porque protestan por el hecho de que la derecha haya terminado diciendo que sí, votando que sí, y pasando por el aro del Gobierno que le hace de domador de fieras mansas. Pero protestan, qué se le va a hacer, aunque el argumento sea una necedad.

Y si nos paramos y esperamos atentos un momento ante uno de esos espejos que transforman la realidad para convertirla en un despropósito verán pasar por delante a todo un Fiscal General del Estado que, olvidando lo que es la más mínima dignidad, la del cargo y la de quien lo ocupa porque ¿de quién depende la Fiscalía? pues eso, se convertirá en la imagen que nos devuelve el cristal curvado en un vulgar raterillo de tres al cuarto negándose a responder a las preguntas de un juez de instrucción. Porque en este país, dice el Sr. fiscal, se conculcan derechos en los juzgados (el fiscal, ojo…). Un fiscal ante un juez al que jamás debiera haber llegado arrastrando por el fango a toda la institución que se niega a respetar. Un juez que ha escuchado de otra fiscal investigada, como hemos sabido todos, sin empacho ni pudor alguno, que a la información sensible que maneja la Fiscalía, que lo es toda, porque precisamente así se defendió Álvaro García Ortiz cuando la UCO le intervino el móvil, tiene acceso “hasta la señora de la limpieza”. Que se la dejan, se ve, por encima de las mesas, y alguien tiene que ordenar los cartapacios para poder pasar el plumero…

Una auténtica parada de monstruos la que desfila por ese callejón cada día, a cada hora, desde hace demasiado tiempo ya y ante nuestra cada vez menor capacidad de sorpresa, pero muy cansados y hartos de escuchar excusas como las de Íñigo Errejón por sus pasiones desenfrenadas. O incoherencias de Yolanda Díaz sobre Espartaco, el de los gladiadores -no Santoni el marbellí-, que fue un gran sindicalista. O de Carlos Mazón asegurar que él, justamente él, que de eso sabe, puede decir que una mentira muy bien contada solo termina siendo una mentira antes o después. O de una Díaz Ayuso que acabará seguramente con el tradicional “no me consta” sobre los asuntos con Hacienda de su pareja.

Max Estrella moriría hoy de nuevo, una y mil veces más, a la puerta de su casa ante tanto desatino de personajes que debieran ser heroicos, pero no pasan de bufones, consumido por esa España que no acertamos ya a distinguir si es realidad deforme en la imagen de un espejo que la altera o si se trata del reflejo fiel de algo originariamente grotesco y burdo, porque la política española atraviesa a diario ese callejón de donde nada sale como entra. Donde todo transmuta en irreal y tan increíble como falso.

Cien años después volvemos a sentirnos como un país sumido en otra depresión social como toda aquella generación del 98, gobernados por ineptos endiosados que solo se escuchan a sí mismos en su interminable perorata y que nos llevan al peor precipicio posible: el de la indolencia que causa el hastío de lo imposible. Un siglo más tarde somos los mismos que asistiremos al entierro del bohemio para terminar exclamando de nuevo, como el lastimero borracho en la taberna de Pica Lagartos, un triste ¡cráneo privilegiado!

En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo (un sepulturero a otro, en el cementerio del Este, escena XIV de Luces de Bohemia, Ramón Mª. del Valle-Inclán).