La legitimidad democrática de un poder perverso
La victoria de Trump en las elecciones de Estados Unidos no es discutible desde una perspectiva formal: ha ganado un proceso electoral democrático, con toda la legitimidad que otorga un apoyo superior cuantitativamente relevante. Puede gustar más o menos según la afinidad ideológica con su propuesta no solo de política interior y su indudable reflejo en la situación internacional, sino incluso con su modelo de gobernanza de la comunidad global. Pero creer en la democracia obliga a reconocer y respetar la decisión de los votantes. Siempre. Allí como aquí, a este lado del Atlántico.
Pero tal resultado no impide proponerse como necesaria una reflexión sobre nuestra democracia desde una perspectiva material. Y así preguntarnos cómo se llega a elegir para dirigir el país democrático más poderoso del mundo a quien hace solo cuatro años fue capaz de ponerlo en jaque cuestionando el resultado electoral de una manera gravísima, pendiente aún ese episodio de la inducción al asalto del Capitolio de un proceso judicial. Como sorprendente resulta que no se haya puesto en duda la idoneidad para el cargo de Trump por el dudoso honor de ser el primer presidente electo de la historia de su país que ha comparecido ante su electorado con la condición de convicto, declarado culpable de hasta treinta y cuatro cargos criminales el pasado mes de mayo, y paradójicamente de la más democrática manera posible: por la decisión unánime de un jurado popular.
Esta ausencia absoluta de ética pública en quien es capaz de presentarse en esas condiciones a unas elecciones es simplemente posible porque hay un electorado dispuesto a legitimar cualquier circunstancia por la expresión de la voluntad popular. Es el pueblo el que decide, por encima incluso de la decisión de un juez o un tribunal. Y no nos sorprendamos, porque esto, este torpedo en la línea de flotación de la democracia liberal que venimos construyendo desde los días de la Ilustración, desde hace más de doscientos años es el gran elefante en la habitación del que deberíamos estar hablando. Y muy en serio. Aquí como allí.
La separación de poderes del Estado, enunciada por Montesquieu, y el equilibrio entre los mismos, con un legislativo que produce las leyes, un poder ejecutivo que gobierna con sujeción a las mismas, y un poder judicial que vigila y limita a los otros dos poderes precisamente por el imperio de la ley, se encuentra en una crisis evidente si quien gobierna puede ampararse en su posición de ostentación del poder, aun obtenido democráticamente, para eludir obscenamente el control de su acción por los tribunales de justicia. Y eso es lo que hoy está en vías de conseguir Trump valiéndose de la inmunidad presidencial que sin pudor alguno ha buscado con su candidatura: un poder como el de los antiguos reyes absolutos inmunes e impunes. Aquellos por la gracia divina, estos nuevos monarcas por la gracia de la democracia popular y la voluntad de la mayoría del electorado que legitima así, con su voto, negar despropósitos como los que conocemos de Trump.
Estos son posiblemente los rasgos hoy más visibles de ese populismo político que vemos imponerse en el debate público desde hace años: la desaparición de límites éticos a la acción política, por un lado, porque han desaparecido los referentes en ese escenario con una cierta superioridad moral reconocida; y por otro lado, el rechazo de tales personajes, o de muchos de ellos, de un control sobre su acción, que nos imponen desde la convicción de que todo lo que hagan estará bien porque lo hacen ellos. Porque si ellos han sido elegidos por el pueblo, no hay juez que aplicando la norma legal pueda decir lo contrario. Porque eso es lo que estamos asumiendo.
Pero no nos vayamos hasta una extraña cultura política anglosajona para descubrir algo que llevamos experimentando aquí desde hace años. Que si allí atribuimos el protagonismo a un movimiento alineado ideológicamente con la derecha conservadora, aquí ha sido esa misma manera de actuar la constante de una izquierda alternativa radical y de todo el nacionalismo soberanista. Así ha sido permanente el rechazo, más allá de la crítica razonable, de cualquier decisión del poder judicial no supeditada a determinadas perspectivas políticas. Y como esas decisiones, y la manera misma de expresarse jueces y tribunales en el ejercicio de sus funciones, se vehiculan a través de sus resoluciones en un procedimiento, aun con todas las garantías procesales que la ley prevé y la Constitución ampara, una vez agotados los recursos en su contra, o incluso antes, la base de la lucha contra las mismas ha sido esgrimir la falta de legitimidad democrática de quienes las adoptan: que a los jueces no los elige el pueblo, en suma. Y más allá de esto, argumentos tan burdos como demostradamente falsos como, por ejemplo, el machismo predominante entre quienes imparten justicia, su procedencia endogámica de entornos familiares de jueces o, de propina, hasta su directa vinculación con la dictadura franquista.
Es por ello enormemente elocuente que quienes en España presumen de posados junto a Trump como su modelo ideológico de acción política reclamen aquí el imperio de la ley y la función fiscalizadora del poder de los tribunales de justicia que para el propio Trump matizan, cuando no ignoran directamente. Como significativo es igualmente que quienes en nuestro país denuncian en Trump actitudes faltas de ética e incluso de rebelión ante la misma democracia, sean quienes han cuestionado continuamente que a ellos se les aplique la ley como a cualquier ciudadano o que los jueces puedan controlar su legitimante “voluntad popular”.
El reto al que nos enfrentamos es más grande de lo que parece. Es un envite a la democracia misma. Y no dudemos de que no es una evolución, sino una involución de esa democracia que así da pasos atrás porque relega y debilita a quienes tienen la sagrada función de proteger a los ciudadanos de los abusos del poder, lo que afecta directamente a nuestros derechos como ciudadanos. Y lo está haciendo de la manera más tramposa posible: convenciéndonos de que podemos prescindir de las garantías que nos protegen de quien gobierna porque podemos elegir quién lo hace.
Trump en su país, como cualquiera a quien elijamos aquí, debe ser limitado en el ejercicio del poder. Por la ley y por su aplicación por los jueces. Como dijera Lincoln: un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Pero nunca sin control suficiente.