Puigdemont y Sánchez: cuestión de desconfianza
Estos días, y por Carles Puigdemont, aprendemos de procedimiento parlamentario con lo de que Pedro Sánchez se someta a una cuestión de confianza en el Congreso de los Diputados, petición presentada por vía de proposición no de ley desde los escaños de Junts en Madrid. Lo curioso es que, no tratándose de una sorpresa en el ámbito de las Cortes españolas y siendo un recurso poco utilizado hasta hoy (solo en dos ocasiones: Adolfo Suárez, septiembre de 1980; Felipe González, abril de 1990), sí lo es que la reclame quien se ha hartado de denostar las leyes del Estado que le oprime.
La cuestión de confianza es un procedimiento por el que el Presidente del Gobierno, a instancia exclusiva propia, y previa consulta con el Consejo de Ministros, que en esto opina pero no decide, plantea al Congreso, que para eso es el que lo invistió en su día, que le renueve la confianza otorgada al elegirlo. ¿Y por qué había de pedir un Presidente que quienes lo votaron desde el escaño vuelvan a hacerlo antes de concluir su mandato y sin dimitir él? Pues según el art. 112 de la Constitución, porque así lo puede plantear el Presidente del Gobierno en dos supuestos: si la cuestión gira sobre su programa o si lo hace sobre una cuestión de política general.
En el primer caso el Presidente de Gobierno pide que se renueve la confianza que la mayoría del Congreso le dio en la investidura al haber cambiado en algo sustancial ese programa de gobierno con el que se ganó entonces los votos; el segundo supuesto pretende adoptar una postura ante una situación inesperada o sobrevenida que, aunque no afecte al programa de gobierno original, sí demanda una posición pública clara del Gobierno. Y así, del resultado de la votación se deriva la continuidad del Gobierno, dado que si el Presidente no supera la votación de confianza, debe presentar su dimisión.
Lo que Puigdemont argumenta para reclamar que Sánchez plantee una cuestión de confianza es que el Presidente ya no es de fiar y que no cumple lo pactado. Y es curioso el artificio procedimental porque, en primer lugar, el único que puede decidir si plantea esa cuestión de confianza es el propio Presidente; y en segundo lugar porque el hecho de que eventualmente se aprobara la proposición no de ley tampoco obligaría a Sánchez a cumplirla, precisamente por no ser una resolución vinculante. Pero es más: esa nueva confianza del Congreso se pide porque el Presidente precisa renovarla ante situaciones que se le plantean a él, bien porque ha de cambiar el rumbo de su programa de gobierno, bien porque algo transcendental y relevante sucede y hay que posicionarse ante la opinión pública.
Es fácil de entender que no va a plantear una cuestión de confianza quien ha sido capaz de gobernar diciendo que proponía una moción de censura contra Rajoy para convocar elecciones, desdiciéndose de inmediato al llamar a las urnas solo cuando no pudo sacar adelante los presupuestos de 2019, casi un año después. O quien rechazó cualquier pacto con Bildu, si quiere se lo digo cinco veces o veinte, para terminar por darle a ese partido la alcaldía de Pamplona en menos de seis meses. De la misma manera que no lo hará quien pasó de no poder dormir por la noche con Podemos en el Gobierno de España a nombrar Vicepresidente a Pablo Iglesias en apenas tres meses, o quien no iba a permitir hacer descansar la gobernabilidad del país en partidos independentistas y ha terminado dejándola en manos de Junts y ERC a cambio de indultos y hasta de una amnistía que siempre negó. No lo hará porque, ya saben, esto fueron cambios de opinión y no contradicciones en su programa de gobierno, como bien se nos ha explicado desde las filas socialistas.
Y del mismo modo, tampoco planteará ser renovado en su confianza quien se enfrentó desde el Gobierno a algo tan grave como una pandemia global adoptando decisiones que han sido revocadas por el Tribunal Constitucional por vulnerar los derechos fundamentales de la ciudadanía.
Nada, por ello, hace suponer que Sánchez encontrará un motivo por el que someterse a una cuestión de confianza por mucho que se lo pida, precisamente, quien antes se la dio. Y es que Puigdemont y los suyos no piden someter a revisión la confianza dada al Gobierno de España por asuntos que interesen al mismo, sino por los que solo afectan a Junts. O mejor dicho: al propio Puigdemont y en su condición de prófugo, porque lo único que en Waterloo importa es su presente y su futuro personales. Nada más.
Lo que Puigdemont propone no es más que un órdago: que Sánchez se vuelva a sentar para negociar un nuevo acuerdo de re-investidura, y poder así jugar dos partidas en sendas mesas y a la vez: en España, poniendo en jaque de nuevo al Estado que aborrece con una nueva polémica a cuenta de nuevas cesiones y tensando la cuerda con una vuelta más de rosca; en Cataluña, apareciendo como el verdadero patriota catalán frente a la complacencia botiflera de los vendidos al españolismo de ERC. Es el abrazo del oso que Puigdemont le quiere dar a Sánchez a cambio de unos meses más de gobierno, si no semanas o días, porque no dudemos de que tras haber negociado, pactado y votado esa eventual confianza, Junts volverá a la carga con nuevas reclamaciones.
Puigdemont sabe perfectamente, además, cómo funciona esto de la cuestión de confianza porque él mismo fue objeto de una teniendo que someterse a revalidar sus apoyos parlamentarios en su día, en el Parlament de Catalunya, pasando el trago de que otros con menor fuerza electoral, pero esenciales para la mayoría que lo sostenía como President de la Generalitat, le dijeran lo que tenía que hacer. Aquello fue en septiembre de 2016, cuando Puigdemont logró esa confianza renovada tras ceder ante la CUP la celebración del referéndum de autodeterminación que terminó dando lugar a los nefastos hechos del otoño de 2017, un año después.
Carles Puigdemont sabe perfectamente lo que puede suponer perder una cuestión de confianza. Y conoce también que tan peligroso como perderla puede ser ganarla. En Cataluña la regulación de este instrumento de exigencia de responsabilidad política del President del Govern existe y está regulada en el art. 44 de la Llei 13/2008, de la Presidéncia de la Generalitat i del Govern, y en los mismos, exactamente los mismos términos, que en el ámbito estatal lo hace la Constitución. Y Puigdemont ya tuvo que someterse al mecanismo, por primera vez en la historia del Parlament, en las mismas condiciones que se la exige ahora a Sánchez: no por un cambio de programa o por un suceso relevante sobrevenido, sino porque la CUP le había tumbado los presupuestos en junio de ese 2016, tres meses antes. Y ya sabemos que Junts jugará a que no haya presupuestos generales del Estado para 2025, después de haberse prorrogado ya los de 2023 para 2024.
Puigdemont y los suyos saben, o creen saber, que perder una cuestión de confianza significa el fin del Gobierno, y con ello poder presumir de que ellos, y no el PP y Vox, son quienes echaron a Sánchez. Pero saben también que ganar una cuestión de confianza es obligar a Sánchez a asumir lo imposible, como tuvo Puigdemont que asumir un referéndum ilegal, un desastre nunca visto en Cataluña, el hartazgo de la sociedad, y hasta las consecuencias penales derivadas de decisiones ilegales. Que Sánchez prometa y no cumpla ya es otro cantar, porque de sus cambios de opinión y sus incumplimientos saben en Junts tanto como sabemos todos. Pero para eso está el comodín del victimismo, ya que, si Sánchez no cumple con Puigdemont, es España la que no cumple con Cataluña.
Es el truco del relato: el que quiere convencernos a todos de que siete votos catalanes condicionan ciento veinte votos españoles, sin tener en cuenta que esos ciento veintisiete son muchos menos de la mitad de los trescientos cincuenta diputados que se sientan en el Congreso, y que las guerras por estos juegos de confianzas esquivas entre dos personajes como Sánchez y Puigdemont deberían ser algo marginal y anecdótico si no fuera porque somos nosotros quienes les hacemos creerse los reyes del mambo: juegan a cuestiones de confianza con la desconfianza de muchos, bastantes más, de los que dicen confiar en ellos. Otra cosa es que sepamos darnos cuenta nosotros mismos.