La Política del Abogado, del Médico y del Ingeniero
Como abogado siempre he procurado, cuando entra un caso nuevo en el despacho, sobre todo de los que tienen todos los visos de acabar ante un juez, ser prudente. Al cliente hay que escucharlo, dejarlo que exponga el problema cuya solución jurídica viene a buscar. Incluso permitirle que argumente desde lo que él cree que es, o debería ser, la ley y el derecho aplicables a su situación. Es necesario ver las cosas desde su perspectiva para poder entender lo que él entiende. A partir de ahí es más sencillo y comprensible darle asesoramiento indicándole en qué cuestiones no tiene razón y en qué otras sí la tiene, qué estrategia ha de seguir su defensa o si, incluso, no hay posibilidad alguna de defender su postura y lo mejor es procurar la derrota menos perjudicial para sus intereses. Porque hay algo que es fundamental: no todo lo que vaya a pasar depende de nosotros, del cliente y de su abogado, sino de lo que la ley dice y de cómo la interpreta un juez.
Mi hermano, que es médico, sabe perfectamente que un paciente le contará qué le duele, dónde nota algo, y en qué situaciones concretas se encuentra mal. Tiene igualmente claro que a quien acude a su consulta hay que darle ese tiempo necesario, no solo para explicarle a su facultativo qué le pasa objetivamente, sino incluso para explicarle qué cree que le pasa, aunque no haya estudiado anatomía ni nada que se le parezca. Porque ¿quién mejor que nosotros mismos para saber lo que nos ocurre?, opina mi hermano médico. Otra cosa es que luego él aplique la ciencia aprendida y practicada durante muchos años para acertar a dar con la tecla de lo que pasa en un cuerpo ajeno, a partir de lo que su propietario le cuenta y él, que de esto sabe, interpreta de sus palabras y sus maneras de expresarlas. Porque lo que le pasa al paciente no es siempre lo que el paciente cree, sino lo que la ciencia médica ha investigado y concluido desde Hipócrates hasta hoy.
Les cuento lo último: por mi experiencia durante unos años como concejal en mi ciudad, encargado del área de Infraestructuras, aprendí que las cosas de la ciudad funcionan bien, mal, o no funcionan, debido sobre todo a cosas que están muy por debajo de nuestros pies, enterradas en el suelo, o muy por encima de nuestras cabezas, colgando en el aire. Hablo de tuberías, conducciones, cableados, y hasta ondas invisibles, que precisamente no parecen estar, pero hacen que el agua potable llegue, las aguas residuales se vayan y hasta se depuren, tengamos electricidad y servicio de telefonía, y desde hace años, ese misterio insondable del internet. Cuando llegué a mi flamante despacho de concejal de Infraestructuras creía que de las fuentes salía agua casi por arte de magia o que las farolas se encendían porque de algún modo adivinaban que se hacía de noche. Menos mal que los ingenieros del área me explicaron en un par de tardes qué era eso realmente de las infraestructuras urbanas que no vemos pero que son fundamento de todo lo que funciona en una ciudad.
Con la política, creo, debería pasar lo mismo, exactamente lo mismo que con el derecho, la medicina o la ingeniería… Partir de una idea preconcebida puede ser un error. Muy grave, además, si de esa idea se llega a una decisión por quien puede tomarla porque ha sido democráticamente elegido para tomarla. Porque afecta a muchas personas. Una premisa falsa lleva, indefectiblemente, a una conclusión errónea, decía Aristóteles.
Y por eso la acción política, una vez que hemos llegado donde hemos llegado, y después de siglos de evolución, debería terminar de una vez por todas con las malditas ideologías que te encuadran, te encorsetan y te dicen cómo tienes que tomar una decisión o hacer una propuesta cuando nunca te plantearías basarte en un dogma previo para preparar el juicio de tu cliente, operarle la vesícula a tu paciente, o diseñar el recorrido de una tubería por el subsuelo. Lo que haces es evaluar bien el caso de tu cliente y plantear su defensa según lo que tienes y lo que pretendes, analizar bien a tu paciente e intervenir de la manera más eficaz para procurar su salud y mayor bienestar, y hacer mil mediciones y cálculos para enterrar el tubo de la mejor manera posible para que funcione a la perfección y poder acceder al mismo fácilmente si se rompe.
Porque esos profesionales han usado la cabeza no para golpear muros, sino para pensar en cómo solucionar un problema de la mejor manera. Y sobre todo: no creando problemas nuevos. Y lo han hecho a base de la experiencia y la evidencia. Y uno se pregunta por qué no hemos aprendido a hacer lo mismo en política y nos dejamos de ideas preconcebidas inamovibles para construirlas a partir de principios firmes, como el derecho para el abogado, la beneficencia para el médico, o la funcionalidad para el ingeniero. Porque en política se debe partir de la libertad, la igualdad, la justicia y la solidaridad como valores fundamentales para construir una propuesta de modelo social y de convivencia. Y desde éstos también podremos tomar una decisión de interés general si somos políticos, como aquellos profesionales pueden plantear un recurso, recetar un medicamente o diseñar un puente, respectivamente y en base a sus propios principios.
Y es que la política, nos pongamos como nos pongamos, es solucionar discrepancias, curar enfermedades y que el agua llegue al grifo. No para alguien en concreto, sino para todos en general. Porque eso es la política: trabajar para todos.
La solución está meridianamente clara: déjense de ideologías, básense en principios claros y demostrados y busquen soluciones a los problemas. Así serán ustedes buenos políticos. Tan buenos como abogados, médicos o ingenieros.
Esa sí sería una buena nueva política.