España, y particularmente Cataluña, deben recuperar el orgullo industrial y convertirlo en un proyecto colectivo

O España recupera la cultura industrial o muere de éxito turístico

En un país de contrastes como España, mientras Madrid consolida su posición como centro financiero, las costas abrazan su vocación turística y ciudades como Barcelona desarrollan polos de innovación digital, existe un componente fundamental progresivamente relegado al olvido: la industria manufacturera y pesada.

Cataluña, el País Vasco, Asturias y otras comunidades históricamente industriales han cargado durante décadas con la responsabilidad de ser el motor productivo real de España. Son estas regiones las que transforman materias primas en bienes tangibles, sostienen empleo de calidad y equilibran nuestra balanza comercial con exportaciones reales. Sin embargo, el prestigio social y el reconocimiento político de este papel fundamental se han ido diluyendo en las últimas décadas.

La industria moderna, lejos de los tópicos del pasado, genera empleo de alta calidad, estable y con mayores niveles de protección laboral que muchos sectores emergentes. En Cataluña, donde la tradición industrial se remonta a más de dos siglos, esta base manufacturera ha facilitado la transición hacia sectores industriales avanzados que combinan producción física con innovación. Las empresas industriales catalanas pagan salarios promedio un 15% superiores a los del sector servicios, y presentan niveles de temporalidad significativamente inferiores.

Las regiones con músculo industrial poseen, inevitablemente, mayor capacidad de presión e influencia. Cataluña, como principal polo industrial español (concentrando cerca del 25% de la producción industrial nacional), debe aprovechar esta fortaleza para exigir inversiones estratégicas, infraestructuras competitivas y marcos regulatorios favorables a la actividad productiva. La voz catalana en Madrid y Bruselas debe ser, ante todo, la voz de una potencia industrial.

A diferencia de sectores volátiles como el turismo o especulativos como ciertos segmentos financieros, la industria genera bienes físicos que se exportan, mejorando la balanza comercial y sosteniendo la estabilidad monetaria nacional. Las exportaciones catalanas, que en 2023 alcanzaron récords históricos, están dominadas precisamente por productos industriales: automoción, química, farmacéutica, alimentación procesada y maquinaria. Esta capacidad exportadora otorga soberanía económica, reduciendo nuestra dependencia de decisiones externas.

El camino de la industrialización no está exento de dificultades. Las regiones industriales sufren especialmente cuando la demanda mundial se contrae. La crisis financiera de 2008, la pandemia de 2020 o los recientes problemas en la cadena de suministro han afectado duramente a territorios como Cataluña, demostrando que incluso las regiones mejor gestionadas dependen de factores globales.

La industria tradicional ha generado pasivos ambientales significativos. Sin embargo, lejos de abandonar la industria, el desafío consiste en transformarla. La reindustrialización verde no es una contradicción, sino una necesidad: producción circular, descarbonización industrial, eficiencia energética y manufacturas sostenibles deben convertirse en el nuevo paradigma industrial español y catalán.

Históricamente, algunas zonas industriales han soportado cargas desproporcionadas: han generado riqueza que se ha redistribuido a otros territorios, mientras recibían menos inversiones en servicios públicos, infraestructuras o calidad ambiental. Las regiones industriales deben exigir retornos proporcionales a su aportación, garantizando que el esfuerzo productivo se traduzca en bienestar local.

La amenaza más seria para nuestro tejido industrial es la competencia de países con menores costes laborales, requisitos ambientales más laxos o ayudas estatales más generosas. Proteger nuestra base industrial requiere marcos regulatorios inteligentes, apoyo público decidido e innovación constante. Una vez perdido el tejido industrial, reconstruirlo resulta extremadamente difícil.

En un contexto global fascinado por la economía digital, puede parecer anacrónico defender la industria manufacturera. Pero precisamente ahora, cuando el mundo se enfrenta a crisis de suministro, tensiones geopolíticas y vulnerabilidades evidentes, la apuesta por la producción física cobra renovado sentido estratégico.

La pandemia y las tensiones geopolíticas han demostrado los riesgos de depender excesivamente de cadenas de suministro globales. España, y Cataluña como principal motor industrial, deben recuperar capacidades productivas en sectores estratégicos: tecnologías sanitarias, componentes electrónicos avanzados, materiales críticos para la transición energética, o maquinaria especializada. No se trata de autarquía, sino de autonomía estratégica.

La nueva industria debe superar la falsa dicotomía entre producción y sostenibilidad. Cataluña, con su potente industria química, puede liderar la transición hacia una química verde y circular. Las comarcas industriales vascas están transformando la siderurgia tradicional en procesos bajos en carbono. Las factorías automovilísticas españolas pueden evolucionar hacia la movilidad eléctrica y conectada.

La digitalización no es enemiga, sino aliada de la reindustrialización. La llamada Industria 4.0 integra robótica avanzada, inteligencia artificial, internet de las cosas y fabricación aditiva para crear ecosistemas productivos altamente flexibles, eficientes y personalizados. Las tradicionales regiones industriales tienen ahora la oportunidad de liderar esta transformación, aprovechando su conocimiento productivo acumulado y combinándolo con nuevas capacidades digitales.

La dependencia energética ha sido históricamente uno de los talones de Aquiles de la industria española. La transición hacia un modelo energético basado en renovables ofrece una oportunidad única para que nuestras regiones industriales ganen competitividad.

Ser una región industrial en el siglo XXI es un compromiso con la economía real, con el empleo de calidad y con la autonomía estratégica. España, y particularmente Cataluña como su principal motor manufacturero, deben recuperar el orgullo industrial y convertirlo en un proyecto colectivo. Esto requiere un nuevo pacto entre administraciones, empresas, sindicatos y sociedad civil para situar la reindustrialización en el centro de la agenda política y económica.

En un país donde demasiado a menudo se ha idealizado la economía especulativa o la de servicios de bajo valor añadido, recuperar la cultura industrial es un acto de responsabilidad colectiva. Las chimeneas del siglo XXI no expulsan humo negro, sino vapor de agua; las fábricas modernas no son espacios hostiles, sino entornos tecnológicos avanzados; los productos industriales contemporáneos no son rudimentarios, sino complejas combinaciones de hardware y software. Ha llegado el momento de que España, con Cataluña a la vanguardia, recupere su vocación productiva y la proyecte hacia un futuro sostenible, tecnológico y socialmente justo.