La Democracia y el Demonio Rojo

diablo rojo bajo peso

Hubo una vez una sociedad que logró romper las cadenas de la oscuridad. Durante décadas, sus gentes habían vivido bajo la sombra de un dictador, un régimen donde el miedo era el único lenguaje permitido y la libertad solo existía como un sueño furtivo. Pero un día, la historia cambió. Con valentía, esa sociedad se alzó, construyó puentes hacia el futuro y conquistó una democracia que prometía igualdad, justicia y esperanza.

 

Aquellos primeros años de libertad fueron como un amanecer tras una larga noche: el aire era nuevo, las calles resonaban con voces de optimismo y las instituciones nacientes juraron proteger al pueblo. El poder volvió a sus manos, como debía ser. Los cimientos de esta democracia se construyeron sobre ideales nobles, sobre una base fuerte que parecía incorruptible.

Sin embargo, en los rincones oscuros, donde nadie miraba, nació una sombra nueva. La corrupción, ese virus invisible, comenzó a infiltrarse sigilosamente. Al principio, fue imperceptible: un favor aquí, una concesión injusta allá. Eran pequeñas grietas en un muro que parecía inquebrantable. Pero con el tiempo, las grietas se ensancharon.

La sociedad, confiada y ocupada en sus propios afanes, no lo notó de inmediato. Pero pronto empezaron a aparecer los síntomas: hospitales sin medicamentos mientras se descubrían facturas infladas por suministros médicos nunca entregados; escuelas donde las pizarras eran promesas incumplidas y los fondos desaparecían en manos de empresas fantasma; aeropuertos construidos con grandes titulares que jamás recibieron vuelos y obras públicas que se desmoronaban a los pocos meses porque los materiales eran de la peor calidad.

El dinero, destinado a servir a todos, comenzó a evaporarse, como si un demonio invisible se lo tragara todo. Ese demonio era rojo, pero a veces se disfrazaba de azul o adoptaba otros colores, cambiando su forma para confundir a la sociedad. No importaba su apariencia: al final, siempre llevaba el color de la codicia humana, del abuso y de la traición.

A diferencia del antiguo dictador, este nuevo enemigo no llevaba uniforme ni empuñaba fusiles. No necesitaba hacerlo. Se escondía en trajes elegantes y en palabras vacías. Se disfrazaba de progreso, de buena gestión, mientras devoraba lo que tanto había costado construir. Políticos, empresarios, jueces y hasta aquellos que debían proteger la ley, todos comenzaron a inclinarse ante él. Algunos por codicia, otros por miedo.

El demonio no tenía un solo rostro, pero todos sentían su presencia. Estaba en cada pregunta sin respuesta, en cada contrato sin explicación, en cada funcionario que daba la espalda al ciudadano. Corrompía no solo el dinero, sino algo mucho más valioso: la confianza. Porque cuando una sociedad pierde la fe en sus instituciones, pierde también la esperanza en sí misma.

Aquella democracia, que había sido conquistada con sangre y sacrificio, comenzó a tambalearse. Ya no eran los tanques los que amenazaban sus calles, sino la indiferencia y el cinismo. “Así son las cosas”, murmuraban muchos, resignados. Y el demonio reía, porque sabía que el silencio es el alimento de la corrupción.

Pero no todo estaba perdido. La historia de esta sociedad aún se está escribiendo. En medio de las sombras, algunas voces comenzaron a alzarse de nuevo. Periodistas valientes que no callaron. Jueces honestos que no se vendieron. Ciudadanos que recordaron que el poder, en una democracia, siempre debe pertenecer al pueblo.

Porque la corrupción no es invencible. El demonio rojo, azul o del color que adopte, solo prospera si dejamos que lo haga. Para derrotarlo, no hacen falta héroes, sino ciudadanos conscientes, vigilantes y comprometidos. Aquella sociedad lo había logrado una vez: había vencido la dictadura. Y si aprendía a reconocer el peligro y a enfrentar la corrupción, podía hacerlo de nuevo.

Porque la verdadera democracia no es solo una conquista: es una responsabilidad que debe renovarse cada día.