Los malos resultados de manosear la Educación

Manosear la Educación está saliendo cara a nuestra juventud
El periodo parlamentario entre diciembre de 2019 y mayo de 2023 fue de una especial e intensa actividad legislativa en materia educativa, lo cual no quiere decir ni que eso fuera bueno ni que, en todo caso, los resultados estén siendo los esperados. Algo que no sorprende a quienes lo advertimos en su momento.

Los últimos datos que hemos conocido estos días, a través del informe realizado en España por el Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes (MEFD) titulado Panorama de la Educación 2024: Indicadores de la OCDE, a partir de las estadísticas de esa organización internacional, o el último informe TIMSS (Trends in International Mathematics and Science Study), elaborado por la Asociación Internacional de Evaluación del Rendimiento Escolar (IEA, por sus siglas en inglés), sobre evaluación en competencias en matemáticas y ciencias en alumnos de 4º de primaria, dejan un panorama altamente desolador de nuestras escuelas. Pero lo peor no es ya esa situación de bajos niveles sostenidos en el tiempo, sino que los mismos empeoran sin que nadie parezca preocuparse por lo que pasa, o debería pasar, dentro de las aulas.

La supuesta labor reformista del marco legal educativo empezó en 2020 con la aprobación de la Ley Orgánica 3/2020, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación. Se trata de la célebre LOMLOE o Ley Celáa, por la Ministra de Educación socialista que la promovió. Esta ley venía -se decía- a solucionar un problema ya permanente en España, cuyos niveles de calidad educativa parecían condenados a estar por debajo de la media del resto de países de nuestro entorno. Algo que deja en clara desigualdad a nuestras generaciones futuras. Algo que lastra, no lo duden, nuestro futuro como sociedad.

Con la LOMLOE muchos denunciamos que no se solucionaban los problemas existentes de mucho tiempo, sino que se enquistaban al priorizar a cualquier precio la reducción del nivel de fracaso escolar simplemente obviándolo, permitiendo a los alumnos con carencias, por ejemplo, pasar de curso con suspensos generando así desigualdades que, simplemente, se iban a poner de manifiesto antes o después. Es más: aquella ley tenía, como prácticamente toda la legislación española desde hace un lustro, un fuerte componente ideológico y territorial debido a las necesidades de un Gobierno sin mayoría suficiente ni voluntad de pactar en estos temas de Estado con otras fuerzas que considera antagónicas.

O para que nos entendamos: el diseño de un sistema educativo caótico que ha sido moneda de cambio de un PSOE necesitado de apoyos, por un lado, populistas con una visión de la educación totalmente ajena al concepto de esfuerzo, y, por otro lado, soporte del nacionalismo preocupado fundamentalmente de controlar y gestionar el contenido de la educación en su territorio como inversión de futuro en lo político.

El segundo envite vino con la Ley Orgánica 2/2023, del Sistema Universitario, en cuya ponencia en el Congreso de los Diputados tuve oportunidad de participar. Fue más de lo mismo, porque tras un primer momento de aparentes señales de poder avanzar hacia un sistema universitario moderno y coherente con la sociedad a la que aquel ha de ofrecer profesionales formados y preparados, nada nuevo.

Para avanzar de verdad habría que tener la pretensión de estar actualizado en consonancia con las universidades punteras en este mundo global, algo que nunca fue un objetivo para el Gobierno de España ni, desde luego, para su Ministerio de Universidades en manos de Podemos con Manuel Castells, pese a sus iniciales buenas intenciones declaradas. Un ministro finalmente desaparecido, engullido en la tramitación de la ley por su propio partido y, sobre todo, por la izquierda nacionalista catalana representada por ERC, simplemente preocupada por garantizarse el control absoluto de la Universidad de Cataluña desde una perspectiva política y activista y, desde luego, nunca exclusivamente académica, más que por hacerla progresar.

Recuerdo haber planteado en el Congreso a Castells, así como a su sucesor al frente de Universidades, Joan Subirats, otro catalán de la vieja izquierda vencido por el sesgo nacionalista, y que terminó el desastre empezado por el primero, el cómo iban a solucionar los problemas de financiación de la Universidad que se plantearían con la nueva ley. Nunca hubo respuesta. Pero sí tenemos hoy a las Universidades públicas españolas, todas ellas, con el agua de la financiación al cuello, faltas de inversión adecuada y suficiente en recursos y para programas de investigación, y sin atisbar el horizonte del 1% del PIB de inversión mínima comprometido en la ley hasta 2030. Eso sí: se reconoció el derecho de los estudiantes a hacer huelga y que no pudieran ponerles exámenes en esa situación.

¿Y quién piensa en el alumno?

Pero si la visión del presente no ofrece buenas sensaciones, peor es la perspectiva de futuro que destilan los mencionados informes de la OCDE y de la IEA mencionados al inicio, y que dan motivo para la mayor de las preocupaciones porque nos muestran una escuela española con buenos datos objetivos, tales como la tasa de escolarización (de las más altas de los países de la OCDE), con ratios de alumnos por docente inferiores en primaria e igual a la media en la UE, e incluso con un número de horas dedicadas por los docentes de entre las más altas. Hasta en gasto público en educación se sitúa España entre los países con mayor incremento desde 2015, y ya casi en la media de la OCDE. Pero todo esto, en todo caso, no mejora los resultados.

La pregunta es, por tanto, por qué no mejoramos sustancialmente resultados en secundaria, como viene reflejando constantemente el informe Pisa trianual. O por qué el informe TIMSS nos sitúa como uno de los países con peores resultados en matemáticas y ciencias en primaria y, además, con una brecha de género entre niños y niñas, siendo ellas las que más empeoran en matemáticas y ciencias, colocándonos en conjunto 27 puntos por debajo de la media de la OCDE y la UE en matemáticas y 16 puntos por debajo en el caso de ciencias.

Pero si hay un dato tan alarmante como sorprendente, lo tenemos en el reparto territorial del mal resultado global de España, en el que una comunidad autónoma como Cataluña ofrece los peores resultados, que no mantiene ya siquiera a nivel de posición socioeconómica en comparación con el conjunto de España. Un indicador, el de la renta y posición social, que es, precisamente, uno de los relevantes siendo constante la relación entre mayor nivel socioeconómico y mejor resultado académico. La escola catalana, desgraciadamente, es esa excepción que parece confirmar la regla.

Cataluña ofrece también el peor datos de alumnos de bajo nivel socioeconómico con alto rendimiento, lo que debería hacer pensar a las autoridades educativas catalanas sobre el tan traído concepto de ascensor social que atribuimos a la educación, ya que en esta tierra parece que quien carece de recursos parece más condenado a no poder prosperar y desarrollarse a través de la educación que quien vive, por ejemplo, en Galicia, Asturias o Castilla y León. Y con el reparto competencial en materia educativa, no cabe ya mirar al Estado central, sino al Departament d'Educació i Formació Professional de la Generalitat de Catalunya, máximo responsable de la situación y de las políticas educativas catalanas.

Si el conjunto del Estado español necesita de una verdadera reforma del sistema educativo, en todos sus niveles, a la vista de los resultados hoy, siendo perentorio atacar el problema si pensamos que hablamos de la formación de las generaciones futuras y del mundo al que se enfrentarán, apostar como se ha hecho, especialmente en Cataluña, por criterios ideológicos o territoriales en materia educativa no solo no aporta nada bueno, sino que se ha demostrado sobradamente como un factor que empeora una realidad ya de por sí frustrante de cara al mañana de nuestros alumnos.

El caso de Cataluña es el de un modelo que de constante experimento a partir de premisas políticas nacionalistas y de escasa base científica real y contrastada en el diseño de metodologías pedagógicas y educativas. Si España está mal en este sentido, Cataluña está peor y empeora sustancialmente el dato general. Un dato que, posiblemente, venga acrecentado por la inaceptable segregación del alumnado inmigrante consolidada en Cataluña y que, en palabras del propio Síndic de Greuges en un informe de principios de 2023, no consigue avanzar en el esfuerzo por su reducción significativa respecto a los objetivos propuestos desde la firma del Pacto contra la Segregación Escolar firmado por la Generalitat en 2019.

Como es fácil de entender, y ante este panorama, seguir discutiendo sobre competencias en educación en lugar de trabajar por alternativas coherentes, en España en general y en Cataluña en particular, parece inútil. Sumar a las competencias de educación de la Generalitat las de inmigración, visto lo visto, produce verdaderos escalofríos.