Así es que, visto el panorama, no descartemos una vuelta al derecho de pernada

Ábalos, nuestro Trump particular

Que hayamos definido el ejercicio actual de la política por la zafiedad más absoluta, la pérdida de los valores más esenciales y la exhibición indisimulada de los instintos más groseros es el resultado de esa manera de actuar de determinados, que no todos, es cierto, personajes públicos a los que otorgamos nuestra confianza en este mundo libre de las democracias occidentales en el que un tipo como José Luis Ábalos podría perfectamente ser presidente del país más poderoso del mundo de haberse llamado Donald Trump.

Ábalos

El episodio de esta pasada semana al conocer las declaraciones ante el juez de la amiga especial de quien fuera ministro del Gobierno de España, mano derecha de Pedro Sánchez y siguiente puesto de poder en el escalafón de su partido, responsable de Organización del PSOE mientras ejercía todos y cada uno de esos cargos, nos deja ojipláticos. Y tristemente sorprendidos por confirmar, que no descubrir, lo que ya adivinábamos: que a la tal Jéssica Rodríguez se le pagaba un piso de lujo en el centro de Madrid, se la contrató para recibir dos sueldos en sendas empresas públicas dependientes del Ministerio de Transportes sin que acudiera ni un solo día a trabajar, y que acompañó en múltiples ocasiones en viajes oficiales al extranjero al propio Ábalos cobrando por ello incluso a modo de dietas. En una palabra: que ya sabemos, y por boca de la propia Rodríguez, de la parte más inconfesable de esa relación particular y divertimento íntimo de quien fuera el hombre de mayor confianza en su momento del presidente del Gobierno.

Que ahora nos digan que de esto nadie se dio cuenta, nadie sabía nada y nadie vio algo raro es ya una fantasía increíble por más que el sucesor de Ábalos, Óscar Puente, declarara hace apenas unos meses en la comisión de investigación del caso Koldo en el Senado que él personalmente se había cerciorado de la ausencia de irregularidad alguna en la contratación sucesiva de la señorita Rodríguez por las empresas Ineco y Tragsatec. Es más: que se habían seguido los procedimientos habituales, según Puente, lo que abre aún más puertas a las dudas sobre todo lo que haya podido pasar y aún no sepamos.

Aunque con menos éxito en sus pretensiones y aspiraciones políticas, obviamente, José Luis Ábalos podría ser perfectamente nuestro particular y pequeño Donald Trump, ese personaje que ha llegado a ser el mandatario elegido democráticamente más poderoso del planeta después de haber sido condenado de manera unánime por un jurado de doce personas por treinta y cuatro cargos criminales por haber falsificado registros contables y mercantiles para tapar un soborno a una actriz porno con la que mantuvo una relación inadecuada, como gustan de llamar a estas cosas los anglosajones. Y es harto curioso que, por la opinión pública, como en su día se plantearon el propio Trump y su entorno, se asuma que el desliz de un político en su vida privada supone un riesgo tan alto desde un punto de vista ético o moral para sus aspiraciones políticas que ello haga necesario hasta delinquir para ocultar, precisamente, que algo así haya tenido lugar. Tan sorprendente como que el ser condenado penalmente por ese delito de ocultar la verdad no impida llegar a donde esa verdad, aparentemente, no le iba permitir llegar.

Recreación de Ábalos junto a Sánchez y sus amigas
Recreación de Ábalos junto a Sánchez y sus amigas

En nuestro caso y a nuestra escala, Ábalos será castigado, no lo duden. No sé si por los jueces, que deberán tener por acreditado que algo, sea lo que sea, es delito tipificado en el código penal más allá de una sinvergonzonería en el modo de comportarse el personaje. Pero sí seguramente por todos los demás. Porque para unos lo que hemos sabido es reprochable y deleznable. Pero para otros porque repudiar hoy a quien fue uno de los suyos, a quien llegaron a aplaudir poniéndose en pie en el Congreso hace ahora cinco años, cuando estaba pasando todo lo que sabemos que estaba pasando, es su manera de expiar una vergüenza que para muchos socialistas quizá sea inasumible, pero que, para otros muchos, nos argumentarán es necesariamente excusable ante el avance del facherío mundial del que nos tienen que salvar.

Con más éxito a pesar de todo o con más fracaso precisamente por ello, tales personajes, Ábalos y Trump, son el producto de esos eructos que de vez en cuando arroja un sistema como el nuestro, que nos permite elegir libremente corriendo el riesgo de elegir lo peor. Hombrecillos pequeños que quisimos convertir en grandes hombres por un tiempo dándoles una confianza inmerecida y sobre los que siempre nos preguntaremos toda la vida cómo no lo vimos venir. Pero sí lo vimos, y aun así cerramos los ojos a la evidencia, por lo que mucha de la responsabilidad, si no toda ella, es nuestra.

Más allá de la condena de uno y del rechazo del otro, ambos son modelos de actitudes que no deberían tener cabida en la vida pública. Y que, de producirse, deberían ser atajadas de inmediato simplemente con el sentido común general, porque permitir que estas cosas sucedan produce un daño inmenso a la estructura de valores en los que basamos nuestra convivencia en democracia. Y que nuestro Trump particular, nuestro Ábalos, sea despachado sin que nadie asuma ya la responsabilidad de haber mirado hacia otro lado por no querer ver lo que había, como si esto no fuera más que un molesto forúnculo que se extirpa y ya, nos deja a expensas de que el siguiente detritus llegue más allá que a ministro o a secretario de Organización de un partido político, el que sea, con capacidad de gobierno.

Así es que, visto el panorama, no descartemos una vuelta al derecho de pernada.

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