Por ello, sorprende la crítica gratuita que tras su desaparición se vierte sobre su memoria y actitud desde determinados sectores ideológicos que pretenden tacharlo, como a todo últimamente en estos tiempos, de facha, carca o conservador. Nada más lejos de la realidad.
La del escritor peruano nacido en 1936 es una personalidad compleja cuya obra escrita, precisamente, es una crítica feroz al tiempo que una invitación a la reflexión sobre militares autoritarios como su general Trujillo de La Fiesta del Chivo o su otro general Odría de su Conversación en la Catedral. O como sobre fanáticos religiosos de tinte apocalíptico representados por el predicador Antonio Conselheiro, protagonista de La Guerra del Fin del Mundo.
Vargas Llosa exprime así, para narrarlas crudamente, las injusticias sociales de un Perú -y por extensión de toda América Latina-, desde una perspectiva de rechazo justamente a todo populismo ajeno a la razón humana, a cualquier sectarismo y al racismo contra la población indígena, siempre sojuzgada y apartada de las oportunidades sociales por las clases pudientes descendientes de los primeros colonizadores, en aquellos lugares en que éstas han dominado países y recursos naturales en su propio beneficio con el apoyo de militares y clérigos, con la violencia de la espada y a través del miedo a las sotanas.
Y por eso en las páginas de sus novelas detectamos su defensa de personajes como Dionisio y Adriana, indios quechuas que enfrentan atrapados en Lituma en los Andes, por un lado, la nueva estructura de poder que les impone una supuesta modernidad al tiempo que los margina de la educación o la justicia, mientras que por otro lado sufren la falsa liberación de la revolución fanática de Sendero Luminoso, el grupo guerrillero maoísta que sembró el terror en Perú desde finales de los 70 y principios de los 90 del siglo pasado. Como encontramos también la idea de proteger la identidad y cultura de tribus indígenas como los machiguengas en El Hablador de la mano del joven Saúl Zuratas y su cada vez mayor fascinación por las tradiciones ancestrales de la tribu.

Pero si hay una obra que, pese a ser la primera escrita por Vargas Llosa, describe perfectamente su postura ante el abuso de poder, la deshumanización del mismo, lo absurdo de la jerarquía ciega, de la corrupción insensible, esa es La Ciudad y los Perros, una novela sobre la violencia institucionalizada en una academia militar donde los cadetes son desposeídos de su dignidad como personas, alienados en una falsa uniformidad del estamento militar en el que, sin embargo, permanecen las diferencias y distancias entre clases sociales según la procedencia de los estudiantes. Donde aparecen la humillación y la destrucción de la individualidad como herramientas de un modelo político y social de masculinidad fuerte y que fomenta la obediencia sin cuestionar las órdenes que se reciben de un superior.
Vargas Llosa ofrece incluso la ventaja de aderezar su perspectiva literaria con su propia experiencia personal, con una evolución ideológica desde el marxismo de su juventud universitaria, única vía en ese momento para combatir pobreza, desigualdad y corrupción, escenario generalizado de la América Latina de la segunda mitad del siglo XX, al liberalismo clásico a partir de su última década, consciente del fracaso de la revolución cubana, que apoyó en primera instancia, y de sus versiones populistas exportadas a otros países.
No en vano fue candidato a la Presidencia de la República del Perú en 1990 en un momento de extrema convulsión social, en unas elecciones que terminó ganando sorprendentemente Alberto Fujimori, cuya estela populista y nefastas consecuencias del autoritarismo antidemocrático disfrazado de un falso liberalismo conocemos de sobra. Así encontramos en su obra La Civilización del Espectáculo una exacta visión de cómo el populismo comunicativo, tanto en la cultura como en la política, simplemente banalizan y destruyen principios coherentes construidos desde la experiencia humana de décadas sirviendo a una sociedad cada vez más pobre intelectualmente e irreflexiva.
La lectura de novelas y ensayos de Vargas Llosa no dan, por tanto, y frente a lo que muchos pretenden, una imagen de alguien conservador, sino tremendamente progresista y reflexivo sobre un tiempo de pérdida de referentes, pero que al mismo tiempo los busca, y encuentra, en elementos que se han intentado oponer a la modernidad liberal mal entendida, como el apego a la tierra y a los ancestros de las poblaciones indígenas americanas, la rebelión silenciosa de las clases marginadas frente a las poderosas y herederas de la riqueza usurpada en las sociedades postcoloniales, o la crítica a la superficialidad de una cultura que solo busca entretener, pero no formar y generar mentalidad crítica.
Seguramente con estas líneas descubren ustedes a un admirador de Mario Vargas Llosa. No se lo niego. Pero les aseguro que esa admiración por uno de los grandes escritores en nuestra lengua es fruto de mi sorpresa por cada uno de sus libros al llegar a la última de sus páginas, que, por supuesto, les recomiendo. Y no para descubrir quién ha sido su autor, sino para pensar sobre tantas posibles respuestas a preguntas como las de Zavalita en Conversación en la Catedral, andando hacia la Plaza San Martín, las manos en los bolsillos y cabizbajo: ¿en qué momento se había jodido el Perú?