Cuando a uno ya le va quedando menos tiempo para alcanzar la incómoda vejez le llegan los recuerdos de la fecunda juventud que vivió. Y de pronto aparece en mi memoria histórica esta preciosa canción que me enseñó mi querido director del Instituto, Bernat Cifre, al que recuerdo acompañándonos a lanzar una hoja de periódico desde la torre Eiffel, recitando poesías de Costa Llobera en el teatro de Epidauro o llevándonos a los entonces países comunistas Yugoslavia y Hungría, entre los años 1974 y 1976.
Me retrotraigo a años anteriores. Y vuelvo a mi memoria histórica. Y digo mía, porque la memoria es siempre algo personal e intransferible, y que cualquier ley que pretenda imponer un relato histórico sobre ella conculca nuestra libertad.
En el Colegio Nacional Pereantón
Mis padres eligieron que mi hermano y yo asistiéramos a la escuela pública, al entonces llamado Colegio Nacional Pereantón. A las clases asistíamos unos 40 alumnos y solamente cuatro procedíamos de familias catalanoparlantes; por eso es me es fácil recordar sus apellidos. Pey, Rifà, Grau y un servidor. Con los dos primeros sigo teniendo una gran relación de amistad. También recuerdo que las hijas del impresor Garrell fueron una excepción al escoger el Pereantón, ya que la mayoría de las familias catalanoparlantes elegían la escuela privada -religiosa o no- como los Escolapios, Vedruna, Cervetó, Educem, Jardí….
Eran años de inmersión lingüística en español. Ahora se procede de igual manera, pero en catalán. Sin embargo, reconozcámoslo, había importantes diferencias. Y sólo voy a hablar de lo que yo viví en Granollers -es memoria no historia, aunque sirva para apuntar anotaciones históricas-. La élite política (franquista), la económica y la cultural tenían como lengua materna el catalán. Por tanto, el catalán era la lengua que utilizaba la “gente importante” en su día a día, aunque luego públicamente se expresara en castellano. Es decir, por el hecho de pertenecer a familias catalanoparlantes ya formábamos parte de un escalón social superior.
En la escuela privada, la mayoría de los maestros eran locales, mientras que en la pública los había también procedentes de toda España, ya que, por entonces, el magisterio público era un cuerpo nacional. Recuerdo con mucho cariño sobre todo a Francisco Roselló -al que considero mi gran maestro y con el que jamás perdí contacto- y también a Miquel Noguera -quien nos daba clases de catalán y que era el padre del concejal de Junts, Josep Maria- y a la entrañable Balbina Busquets.
Ni “Cara al sol” ni reyes godos
En la escuela nadie nos enseñó el “Cara al Sol”, ni nos hicieron aprender la lista de los reyes godos, pero ya desde tercero muchos conseguíamos multiplicar y dividir con fluidez, y escribir con muy pocas faltas de ortografía. Conocimos textos de Antonio Machado, Rafael Alberti y Miguel Hernández, pero nadie nos habló ni de Manuel Machado ni de José María Pemán. Y también aprendimos la geografía de toda la península, aunque poco de historia (en realidad jamás llegamos al siglo XX). Los niños y las niñas estábamos en aulas separadas, pero en el mismo centro. En el patio nadie controlaba en qué idioma hablábamos y los niños casi siempre jugábamos con los niños y las niñas con las niñas. Aunque a menudo se podían ver a varones saltando a la comba con ellas, e incluso recuerdo que el equipo femenino de balonmano nos retó a los niños a un partido en el que ellas nos derrotaron con claridad. Si, si, nos ganaron ellas…
Muchos alumnos, al dejar la escuela ya empezaban a trabajar, pero los profesores se preocupaban de animar, incluso hablar con los padres, para que los más avezados entrasen a estudiar bachillerato o se iniciasen en la formación profesional. En ambos casos existía la posibilidad de compatibilizar trabajo y estudio, gracias al turno de noche.
Un curso que recuerdo con mucha ilusión fue el de 5º (si no me equivoco fue el de 1970-71). Fuimos curso piloto del nuevo plan de estudios en el que se iba a implantar la EGB. El régimen ya había decidido unir en la misma aula a chicos y chicas.
Iniciativas del alumnado y auge del deporte
En Granollers vivíamos un auge del deporte escolar, gracias a la firme decisión del alcalde Francisco Llobet, y de la magnífica dirección de Jaume Bellavista muy bien acompañado por Alejandro Viaña. Además de tener un día a la semana señalado para utilizar las instalaciones deportivas de la ciudad -pista de atletismo, pabellón y piscina- participábamos en los juegos escolares.
El equipo de balonmano del colegio había llegado a entrenar en el descampado de la Renfe -hoy Parque Torras Villá- a las 7 de la mañana. Los padres no tenían ningún problema en dejar que los niños salieran a la calle a esa temprana hora ya que la seguridad era máxima por entonces. Nadie temía ningún peligro más que el de los pocos vehículos que pudiesen circular. Y las gradas en sus partidos, se llenaban de niños y niñas que animaban al equipo de su escuela. Y además presentábamos formaciones en muchos otros deportes, tanto de chicos como de chicas.
Por otra parte, se alentaba a las iniciativas de los alumnos. Organizamos, sin supervisión de los profesores, una revista semanal, que confeccionábamos en ciclostil los sábados por la tarde y vendíamos el lunes. Con lo que recaudamos de las ventas y de los anuncios -sí, nos anunciaron las dos librerías Carbó, los juguetes Xirau, la Paradeta…- compramos los premios para la competición de ajedrez que también organizamos los alumnos. Premios que se entregaron en el festival de fin de curso en el cine Majestic. Por entonces, afortunadamente, Hacienda no persiguió nuestros ingresos, ni los sindicatos protestaron por el trabajo infantil que realizamos.
Dicen que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Realmente no es así, pero puedo afirmar sin ningún tipo de duda que, tal como cantábamos en el himno estudiantil, mi infancia y juventud fue fecunda, y me acerco a una incómoda senectud.