¿Existen aranceles buenos y aranceles malos?

Mensajes Políticos en gorras Chinas

Ya les aseguro que soy un absoluto convencido del libre mercado. Nada me va a convencer de que haya que poner trabas a que todos podamos mover y comercializar cualquier producto o servicio allá donde queramos o nos parezca oportuno, sin que se establezcan obstáculos para generar privilegios. Pero también les digo que existen políticas arancelarias que, en determinados momentos y bajo condiciones perfectamente justificadas, pueden ser aceptables e, incluso, necesarias precisamente para proteger el libre mercado.

En el actual juego del comercio internacional, y desde la llegada de Trump a la presidencia de EEUU, tenemos servido el debate de si aranceles buenos o aranceles malos. Pero los aranceles no son una suerte de fin en sí mismos, sino medios o instrumentos para lograr otros objetivos. Y estos sí pueden medirse no ya en términos de bondad o maldad, sino de si realmente son lo que interesa.

Que China es quien hoy se ha convertido en firme defensor del libre mercado internacional desde un régimen autocrático que, precisamente, no mantiene la libertad política de sus ciudadanos como bandera es realmente chocante, porque es harto difícil de asumir que el Estado que reclama libertad para sus mercancías fuera de sus fronteras no la respete dentro de ellas para quienes las producen. Y sí, será su forma de entender la democracia, pero no es esa, desde luego, la que nos hemos dado en occidente desde nuestra experiencia histórica liberal.

El gigante asiático lleva años, muchos ya, jugando a participar en el comercio mundial sin cumplir las reglas básicas, y entre ellas, la de permitir el acceso a su mercado nacional cuando el mundo entero es un mercado abierto a los productos y servicios made in China. De hecho, aún hoy es necesario constituir una joint venture (empresa conjunta) para cualquier empresario o inversor extranjero que pretenda iniciar un proyecto de negocio en China en determinados sectores, obligado aquél a asociarse con un empresario chino para poder operar en ese país.

El resultado de este modelo absolutamente proteccionista de su mercado por parte de China ha sido haber conseguido una enorme transferencia de conocimiento y tecnología de empresas europeas y estadounidenses a empresas chinas que en ese país se ha convertido hoy en la base principal de desarrollo de una producción masiva y barata que se ofrece al mundo sin capacidad de competencia. Para que nos entendamos: les hemos enseñado lo que es un microchip y ellos ahora lo producen en mayor cantidad y a más bajo precio después de dejarnos al margen y hasta engañarnos al incumplir las normas que garantizan derechos derivados de la propiedad intelectual o industrial.

Y si en el marco de actividad comercial nos encontramos con estos riesgos, ya podemos imaginarnos lo que supone tener que acudir a mecanismos de solución de controversias jurídicas cuando no hay garantías reales sobre la imparcialidad de los jueces y tribunales chinos, su sometimiento al Derecho internacional, o su autonomía respecto a la presión e intervención del propio gobierno asiático.

En esas condiciones una política arancelaria puede tener perfecta justificación para corregir justamente abusos en el mercado que no lo hacen libre ni igual para todos sus actores. El problema, sin embargo, es si esas medidas son realmente hoy un medio adecuado para encontrar soluciones. Y si el recurso se está empleando inteligentemente y con sentido estratégico.

Barco porta contendeores de MSC - Foto web MSC
Barco porta contenedores de MSC - Foto web MSC

No parece, desde luego, que se esté acertando si ya vemos que quien ha querido iniciar la batalla, el presidente de los EEUU Donald Trump, lo ha hecho errática y confusamente, imponiendo aranceles globales que luego ha individualizado al alza por motivos en ocasiones tan sorprendentes como absurdos. Es más: acabamos de saber que en otra de sus aparentemente improvisadas decisiones firmadas a rotulador ha excluido de sus tarifas los teléfonos móviles, los ordenadores y otros dispositivos electrónicos como chips semiconductores o tarjetas de memoria.

Es decir: todo aquello que, directa o indirectamente, ha hecho a occidente dependiente tecnológicamente de China. Y ya sabemos lo que hoy supone ser tecnológicamente dependiente de alguien cuando simplemente escribir estas líneas, mandarlas al medio que las va a publicar y que efectivamente en unas horas puedan ustedes leerlas en su dispositivo móvil a golpe de tecla será posible ya solo si disponemos del oportuno cacharrito fabricado en una factoría de la provincia china de Guangdong.

Mientras tanto, libre la tecnología de esos aranceles que venían a reparar tanta injusticia, los norteamericanos tendrán posiblemente que terminar pagando más por el café de Colombia o las bananas de Ecuador sin que esos productos agrícolas vayan a trasladar su producción a EEUU por dos motivos: porque ni el sector agrícola estadounidense va a recuperarse para superar el apenas 1% que hoy supone en el PIB nacional y porque, fundamentalmente, los norteamericanos no están por la labor de irse a trabajar al campo. Así de simple. Pero sí seguirán haciéndolo ante el ordenador de la oficina, navegando por internet en casa, o pasando el rato con el último juego electrónico gracias al microchip chino de turno.

No es cuestión ya de aranceles. Es cuestión de cabeza, que está para algo más que para ponerse una gorra del Make America Great Again fabricada en China. O en Vietnam o Bangladesh…

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