Vista la aparente indolencia y desmemoria con la que periódicamente elegimos a nuestros políticos para darles el mandato de gobernarnos, o cuando menos para vigilar de cerca a los que nos gobiernan, para que ni unos ni otros cumplan, habría que preguntarse si en lugar de elecciones no sería mejor encomendarnos en esto de repartir cargos, sueldos y responsabilidades a algún tipo de voluntad superior a la hora de tomar tales y tan trascendentales decisiones. Ya veremos si superada la confianza ciega en los designios celestiales propia de otras épocas nos encaminamos ahora a que esto nos lo arregle la inteligencia artificial esa que ya campa por doquier. Que igual es cuestión de asumir que somos simplemente actores invitados de un momento transitorio y accidental entre dos etapas históricas según en manos de quién nos ponemos: la de la divina providencia y la de la máquina.
Pero mientras eso sucede, si es que sucede, déjenme mantener una cierta esperanza humanista en que somos capaces de desenredar este embrollo que nosotros mismos hemos creado. Que somos capaces de pasar este cuello de botella asfixiante de una manera razonada y razonable. Déjenme escribir esta carta a mis Magos de la cosa pública por si entendieran que quizá ya no merecemos más carbón. Menos aún ahora que la descarbonización es nada menos que objetivo de desarrollo sostenible. Dejen que les cuente sobre mi carta de deseos para este Día de Reyes y todos los que han de seguir…
En primer lugar, en esa carta no me planteo que me traigan un líder. Sería el primer error, pese a que para muchos el diagnóstico pasa simple y llanamente por encontrar a quien nos guíe. Porque después de varias experiencias y con el paso del tiempo se da uno cuenta de que los desencantos más grandes suelen venir precedidos por la desprendida adhesión a las personas. Y en ese sentido deberíamos haber asumido que nadie es perfecto ni dura para siempre. Menos aun cuando se trata del ejercicio del poder. Que por algo hemos inventado eso de que la idea y el proyecto están por encima de todo y de todos. O que así debe ser, para sobrevivir a la persona cuando esta falle y poder sustituirla razonable, y democráticamente, claro, para encarnar esas ideas cada cierto tiempo.
Lo importante, por ello, es tener personas. Varias, muchas, cuantas más mejor, que sientan como propias e ineludibles determinadas ideas sobre cómo organizar la sociedad en la que vivimos. No una sola que diga para que los demás escuchen y, en su caso, hagan. Y como las personas deben venir por convicción a las ideas y no las ideas ir por obligación a las personas, lo que me plantearía como principal es esto: un proyecto.
Así es que, en segundo lugar, en mi carta a los Magos sí pido un proyecto. Y en esto sería práctico: que tenga tanto continente como contenido, porque si lo primero vacío no tiene valor, lo segundo sin soporte ni estructura que lo mantenga se disipa y queda en nada.
Y efectivamente, porque digan lo que digan no puede ser de otro modo, y poniéndonos a salvo de mesianismos irracionales, visto lo visto y como está el panorama actual lo que pediría sería un partido político tan clásico en sus esencias y modos como revolucionario en sus propuestas. Y cuando hablo de revoluciones hablo de algo que, para quien les habla, es tan simple como cumplir con el principio de funcionamiento interno democrático y participativo que la ley ya exige y reivindicar una actitud pública simplemente decente y ética. Parece fácil porque es lo que dicen todos los que hay que harán, pero debe ser sumamente complicado, porque es justamente lo que ninguno de los que hay hacen.
Llevamos muchos años de investigación y aprendizaje sobre los instrumentos de participación política, pero los partidos, como estructuras organizadas jerárquicamente para encauzar los proyectos políticos, siguen siendo indispensables. Por el sencillo motivo de que ninguna alternativa aspira a alcanzar ni de lejos sus potenciales resultados. Y no le echemos la culpa a las organizaciones si se corrompen, porque quienes se corrompen y las contaminan con su corrupción son las personas que las dirigen. Y con ellas quienes no son capaces de verlo y corregirlo desde dentro, obviamente. Tan responsables las segundas como las primeras.
Pediría, por tanto, esto que les digo: un partido normal y corriente, pero con personas al frente sin ánimo de patrimonializarlo y hacerlo suyo, sino de gestionarlo como vehículo de ideas y propuestas. Y sí: para alcanzar el poder, digámoslo sin complejos ni sofocos. Que llegar al poder de una manera legítima y ordenada es la única forma de poner en práctica aquellas ideas y propuestas. Olvidemos ese buenismo de hacer política para no gobernar, que es un cuento con el que no engañamos a nadie.
Y si ya tenemos el continente, tan importante como lo anterior pediría contenido: ideas, que es lo que conforma el alma de ese proyecto. Y ahí, fíjense sí que hay que afinar, que no es sencilla la cosa. O sí, si nos damos cuenta de una vez de que hay quien cada cierto tiempo nos viene prometiendo hacer cosas que son del interés de todos para terminar haciendo cosas que son solo de su interés particular. Que muy posiblemente lo único que de verdad es hoy disruptivo es, fundamentalmente, cumplir con los compromisos, más que buscar otros nuevos para tapar lo que no se ha llevado a cabo después de anunciarlo.
El problema de las ideas hoy en política no es tenerlas, o tenerlas absolutamente nuevas y rompedoras. Es no realizarlas como se ha dicho que se iba a hacer. Nadie promete nada distinto a trabajar por nuestra libertad, nuestra igualdad y nuestro bienestar. Pero seguimos en que quien nos ha prometido eso mismo nos coloca nuevos obstáculos para el ejercicio de nuestros derechos sin remover los anteriores, mantiene posiciones de privilegio que iba a desmontar, y para bienestar el suyo y el de sus apesebrados.
Cuando tengamos que pensar qué ideas queremos poner sobre la mesa para mejorar la sociedad en la que vivimos, no se compliquen. El verdadero reformismo no necesita recurrir a los grandes pensadores de la historia para encontrar la solución a los problemas, como tampoco requiere grandes esfuerzos para cambiar esquemas, instituciones y procesos. Basta pensar en el mundo que queremos dejar a nuestros hijos y a los que tienen que venir tras nosotros. Tan sencillo como eso. Porque esa es la verdadera revolución de ideas en la que llevamos tanto tiempo enredados: dejar esto un poco mejor de como lo encontramos. Y a partir de ahí, verán cómo no es tan difícil afrontar problemas como la precariedad de nuestros jóvenes, la falta de vivienda asequible, la inmigración de las personas buscando un futuro, el debate de la seguridad frente a la libertad, la universalidad de la educación y de la sanidad, la economía y el comercio globalizados, la necesidad de preservar nuestro medio ambiente de nosotros mismos…, y tantos asuntos que nos ocupan y nos preocupan y que debemos resolver entre todos y no unos contra otros.
Porque esa es la verdadera política que yo le pido a mis Magos en mi carta de este año: la que tenemos que hacer nosotros mismos sin esperar a que nos la den hecha quienes ya nos la han prometido una vez tras otra sin cumplir nunca con nuestros deseos y con sus promesas. Con constancia y con paciencia. Esa es la carta a los Reyes Magos para un día seis de enero. Pero ese es sobre todo el propósito para el siete. Y para muchos días más que vendrán.