Hay falta de voluntad para reformar un modelo que en Cataluña discrimina a muchos de los catalanes

Catalunya: donde los votos no valen lo mismo

Cataluña transita políticamente por la XIV Legislatura de su historia democrática moderna. O lo que es lo mismo: los catalanes han acudido a los colegios electorales para decidir a quién darle las riendas del país hasta en catorce ocasiones ya, desde 1980 hasta 2024, y siempre, curiosamente en base a una ley electoral estatal española. Y ya es curioso esto, óiganme, porque resulta de verdad todo un fet diferencial de los catalanes frente al resto de comunidades autónomas españolas. Y este sí, impuesto. Pero desde dentro.

el sistema electoral español y catalán no mantiene proporciones
photo_camera El sistema electoral español y catalán no mantiene proporciones justas

Todas las CCAA españolas, sin excepción y salvo Cataluña, tienen una ley electoral propia que regula los procesos electorales internos de su territorio para elegir a los representantes de sus respectivas asambleas, cámaras, cortes o parlamentos autonómicos. Una norma que les permite así seguir su propio régimen electoral autonómico al margen del general establecido en toda España para las elecciones generales, las que sirven para designar a diputados y senadores, y que se aplica subsidiariamente en las elecciones autonómicas de cada comunidad para el caso de que no dispongan de norma aprobada propia. Y así, desde la década de los años 80, recién iniciado el modelo autonómico en España, todas las CCAA han ido aprobando sus respectivas leyes electorales autonómicas, con la sola excepción de Cataluña, que sigue anclada a la norma estatal.

Y resulta por ello curioso que en una comunidad tan identitaria como la catalana sus ciudadanos no vean en esta circunstancia algo que cambiar y en lo que avanzar en su autogobierno cuando, precisamente, afecta al derecho de voto, el aspecto esencial de la democracia tan a menudo reclamada en el cacareo permanente de determinados sectores políticos catalanes que claman por su supuesta ausencia o déficit en Cataluña y por culpa, dicen, del Estado.

Y en esto sí tienen los catalanes una venda en los ojos que alguien les puso una vez y que se niegan a quitarse para hacer valer, de una vez por todas, sus reales derechos como ciudadanos, esos que se basan, fundamentalmente, en la máxima de la democracia liberal moderna de “un ciudadano, un voto”. Algo que en Cataluña resulta más falso que en el resto de España.

En el conjunto del Estado español se da la circunstancia, denunciada por muchos, y hasta por todos cuando los resultados de las urnas se tuercen, de que el valor del voto de un elector no tenga el mismo valor según el lugar donde esté la urna en la que se deposita. Y debido a la constante disputa territorial con los nacionalismos y regionalismos en la Transición, y más allá de la misma hasta nuestros días, ha sido imposible reformar un sistema electoral criticado por el hecho de que en las pasadas elecciones generales de julio de 2023 un escaño en el Congreso de los Diputados necesitara menos de 52.000 votos para los navarros de UPN mientras que un diputado del BNG costó más de 152.000 votos, casi el triple, así como que a los grandes partidos, PP y PSOE, les bastaran alrededor de 60.000 votos para cada uno de sus diputados cuando Vox precisó de casi 92.000 y Sumar de más de 97.000.

Parece evidente, pues, que en España existe un problema de representación real del ciudadano en su máxima institución democrática como es el Congreso, porque no todos los diputados elegidos en sus procesos electorales a Cortes Generales parecen tener la misma legitimidad democrática a partir del número de electores a los que representan o que, al menos, los han elegido para ocupar un escaño.

Curiosamente, además, ya no es cierto que sea el factor territorial el que distorsiona ese criterio de representación democrática de los ciudadano, en virtud del lugar en el que votan, dado que, como se demuestra, el más perjudicado en las elecciones de 2024 fue un partido de corte nacionalista como el BNG, mientras que quien se llevó la peor parte en la anterior cita electoral de 2019 en cuanto exigencia de votantes para obtener un escaño fue Más País, que no se presentaba en todas las circunscripciones electorales, con 192.000 por escaño, mientras que Teruel Existe, que tampoco lo hacía, obtuvo un diputado con solo el 10% de los votos de lo que costó el mismo diputado para aquella formación: menos de 20.000 votos.

Siendo cierto que una simple división de los escaños por el número de votos no es el criterio plenamente correcto para determinar la legitimidad de un modelo, sí desde luego, con esas diferencias tan insultantes nos demuestran que, cuando menos, el estándar democrático no parece el adecuado. Y que algo, obviamente, debería cambiarse.

diputados por cinscunscripción electoral
diputados por cinscunscripción electoral

En Cataluña ocurre otro tanto, porque realmente esta comunidad es, pese a quien le pese, un reflejo fiel del conjunto de la sociedad española, que vive de manera apelotonada en una determinada ubicación geográfica (el entorno de la ciudad de Barcelona) mientras que el resto del territorio, con la salvedad de determinadas islas urbanas, es lo que en el ámbito estatal se ha denominado la España vaciada. Y es que el que la Catalunya buida existe es algo que no niega nadie. Y en Cataluña, como ha sucedido en España, que no exista una ley electoral catalana se debe exactamente a los mismos motivos que se dan en España para no reformar un sistema electoral desactualizado e ilógico en términos democráticos. Y por ello, no nos engañemos, injusto: no interesa a quien gana y gobierna con estas cartas marcadas.

Cataluña tiene como única norma electoral propia, más de cuatro décadas después de la inauguración del modelo autonómico, una disposición transitoria en su estatuto de autonomía de 1979 y una ley prevista para las elecciones al Parlament de 1984. A partir de ahí, solo existe la previsión del estatuto de 2006 de que se apruebe una ley electoral con una mayoría de dos tercios de los diputados catalanes, esto es, por al menos 90 de los 135 que se sientan en el Palau del Parque de la Ciudadela, algo en lo que los partidos catalanes no se han puesto de acuerdo jamás, prefiriendo someterse voluntariamente al régimen general de la ley electoral española antes que arriesgarse a romper ese estatu quo tan provechoso para algunos. Intentos ha habido, que duermen todos en el mismo cajón.

Porque la verdadera razón de que Cataluña no tenga una norma electoral propia, distinta de la española, ha sido la falta de voluntad de quien ha gobernado la comunidad para reformar un modelo que, como en España, en Cataluña discrimina a muchos de los catalanes en las elecciones a su Parlament minusvalorando su voto, el valor de su voluntad política, frente a otros catalanes que debieran ser reconocidos en los mismos derechos de participación en la vida pública. Y el criterio no es otro que donde viven y si con ellos viven más o menos catalanes en más o menos kilómetros cuadrados dentro de unas fronteras administrativas que debieran servir al ciudadano en la manera de prestarle servicios públicos, pero no para restarles derechos en cuanto al valor de su voto.

Los catalanes han tenido muchas ocasiones para reformar esta situación, pero los sucesivos gobiernos nacionalistas lo han impedido ante el temor a reconocer como iguales a todos sus ciudadanos, priorizando su arraigo en el territorio más que en quien viva en él. Y no en vano por ello un escaño en Barcelona supone hoy más de 49.000 votos, mientras que bastan poco más de 21.000 para un escaño en Lleida. No todos los catalanes, por tanto, son iguales por el valor de su voto: aquí tampoco se cumple lo de un ciutadà, un vot.

Aspirar a una democracia real, plena y basada en los derechos de sus ciudadanos, debe pasar por una reforma del modelo electoral en general. Pero en Cataluña se hace aún más perentorio acometer con voluntad política el respeto de la voluntad política de los catalanes en su capacidad de autogobierno, eso que sus políticos llevan medio siglo reclamando de Madrid pero que aún no han concedido de verdad desde Barcelona a su propia ciudadanía cuando han tenido plena posibilidad de hacerlo. Y simplemente porque no han querido.

El territorio importa. Pero los derechos son de la gente, de las personas. Y se expresan con el voto que se deposita en las urnas. Y la legitimidad representativa de quienes ocupan un escaño, en el Congreso como en el Parlament de Catalunya, se mide por esos votos. Que hoy nos hagamos trampas al solitario con un modelo que no representa la sociedad que somos no es autogobierno. Es autoengaño. Hi ha molta feina encara per davant.

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