Y resulta sorprendente, precisamente, porque uno pensaba que donde y como se lucha contra la desinformación, que existe y mucha, es precisamente estando allí donde el fenómeno se da, discutiéndolo y argumentando con razones y lógica en su contra. Manteniendo la verdad y el dato contra la mentira y el relato. Uno pensaba que es cuestión de aguantar como aguantó Unamuno en aquel foro, entonces absolutamente analógico, montado en el paraninfo de la Universidad de Salamanca un 12 de octubre de 1936, cuando defendió simplemente el sentido común el entonces rector al que se le atribuye la célebre frase de “venceréis, pero no convenceréis” como respuesta al grito de “¡Muera la inteligencia!” lanzado por el general Millán-Astray.
Es posible que las palabras no fueran las exactas como han trascendido, dado que del contenido de dicho acto no hay prueba fehaciente. Pero sí sabemos que tuvo lugar, y que el viejo profesor puso ante los ojos de los presentes una realidad muy distinta a la de la propaganda franquista del momento y del lugar vertida en los discursos del evento promovido apenas tres meses después del levantamiento militar contra la II República para conmemorar el Día de la Raza. A presencia, nada menos, que de Carmen Polo, esposa del propio Franco. Parece más que obvio que en ese foro de debate, por así llamarlo, lo último que habría ese día sería eso: debate alguno.
Pero el debate no es otra cosa que la confrontación de ideas, y para que estas confronten habrán de ser mínimamente distintas, algo que está en la esencia, justamente, del debate. Y por ello resulta chocante que quien se queja hoy de que en una determinada red social se ataca la pluralidad ideológica desde el intento de imposición de un pensamiento uniforme, y que ello se hace además desde la propagación de bulos y falsedades, no sea capaz de resistir el envite y proponer eso: argumentos desde y con la palabra para luchar. Para convencer. Para vencer, si es posible, convenciendo.
En estos días, sin embargo, hemos asistido a la claudicación de quienes, desde posiciones que se tildan de “progresistas”, han manifestado no estar de acuerdo con el proselitismo conservador, si no incluso ultraconservador, que destila la red X, debido a que la empresa X Corp., que hoy es propietaria del servicio de la red social X, pertenece al multimillonario Elon Musk, asiduo colaborador en la campaña electoral de Donald Trump y a quien este parece haberle ya reservado un papel protagonista en su administración. Quienes por este motivo dejan X lo hacen con el amargo reproche de que la red tiene ese sesgo ideológico que no aceptan.
Pero precisamente ese argumento es el que invita a quedarse en X. Porque si realmente se trata de una red social contaminada de tinte conservador, ¿qué mejor argumento precisamente para trabajar y luchar desde ella frente a quien tenga esa intención de convertirla en un altavoz de pensamiento único? ¿no es acaso permitirle obtener la victoria sin pelear a quien tenga esa voluntad de que X sea su red y solo su red? Lo que es, realmente, es apostar por otro tipo de pensamiento uniforme: uno que resulta más cómodo y que debe construirse aisladamente en ese bando progresista. Un bando que poco progresará una vez se acomode en su propia autosuficiencia, evidentemente.
Es más: si en el diálogo entre diferentes está la esencia de la democracia desde sus más remotos orígenes en el ágora ateniense, hace ya cinco siglos antes de nuestra era, ¿por qué no mantener ese concepto de plaza pública para la puesta en común de opiniones diversas? ¿por qué renunciar a que una red social se enriquezca con nuestras aportaciones en el mundo virtual que permite la tecnología? Y ya de paso, a aprender algo nosotros mismos, por supuesto.
La otra opción, la de marcharse y dejar el terreno allanado a quien quiere hacer de un posible foro de debate un simple escaparate de una línea única de pensamiento es, precisamente, aquello que Unamuno se negó a hacer ahora hace casi nueve décadas, en un paraninfo universitario, en el alma del último refugio del conocimiento crítico: callarse. Porque callarse, ausentarse del debate, es autocancelarse, tal como se dice en esta jerga moderna de lo digital, antes incluso de que el algoritmo lo intente. Rendirse sin intentarlo. Y algo peor: jugar a encerrarnos en nuestro propio espacio de comodidad donde nadie nos discute nada, donde nadie nos rebate. Donde nadie nos lleva la contraria. Y donde, por supuesto, nada aprenderemos si la anuencia es la norma absoluta, si no hay discrepancia, y si nadie nos ofrece otra perspectiva de lo que somos, del mundo y de la vida.
Libres de dejar X, por descontado, quienes lo hacen con la sola justificación de que no les gusta lo que allí se expresa albergan en el fondo tanto sesgo ideológico como el que osan denunciar, sea ello cierto o no, porque renuncian consciente e interesadamente a ver y oír algo distinto a lo que ellos opinan. Y por eso estoy seguro de que el Unamuno de hoy no se iría de X. Como el de 1936 tampoco se marchó del paraninfo de la Universidad de Salamanca. Porque hay que estar dispuesto a aceptar la legitimidad de quien ve las cosas de otro modo, de que hay que convencer en lugar de vencer, y de que, en todo caso, y como sí dijo una vez, cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee.