Con esta herencia a mis espaldas, crecí con una mezcla de orgullo y admiración por esta tierra. Hoy, mi hija menor lleva ese mismo legado catalán en su sangre. Pero, tras dos décadas aquí, he sido testigo de una distorsión tenebrosa e inquietante: la manipulación de la historia y el uso de las instituciones para dividir en lugar de unir.
Es imposible caminar por muchos pueblos sin ver banderas independentistas ondeando en rotondas, edificios públicos o plazas. Para aquellos que, como yo, amamos tanto nuestra identidad catalana como española, esto es un claro ejemplo de cómo se utilizan símbolos de forma política para imponer una narrativa. Imaginen si en Madrid, en cada rotonda o edificio público, ondearan banderas de la Falange. Sería un escándalo, y con razón. No queremos volver a esos tiempos, y no deberíamos permitir que eso pase aquí, en Cataluña. Estas banderas son el reflejo de un pasado turbio y una política que, lejos de representar el verdadero espíritu catalán, busca sembrar la división para debilitar el conjunto de la nación.
Peor aún, es más, cuando estas políticas alcanzan a los más vulnerables: los niños. Hemos visto cómo en ciertas escuelas se vigila e incluso se denuncia a los profesores que no usan el catalán en clase, como si el idioma fuera más importante que la educación de calidad. Padres de diferentes ciudades catalanas, como Sant Andreu de la Barca, han denunciado actos escolares donde se promueve abiertamente el independentismo frente a menores. Y, por supuesto, los libros de texto no están exentos de este sesgo político.
Ejemplos aberrantes de manipulación histórica han sido reportados una y otra vez, donde se tergiversa la historia de España para adecuarla a una narrativa que favorece la separación incluso proyectándose desde monumentos históricos reconocidos, quien no se asombra al leer en el Coliseo romano de Tarragona un… “Aquí los Romanos invadieron Cataluña…” afirmación que deja en ridículo la gestión de la Generalitat de Catalunya que rubrica la placa dorada con ese texto, en el atril de piedra de la entrada y que ha sido criticada por muchos historiadores y sectores de la población, ya que durante la época romana no existía Cataluña como entidad geopolítica, sino la provincia romana de Hispania, y concretamente la región conocida como Tarraconense.
También hay que ponerse en el lugar de aquellos que vienen a tierras catalanas por trabajo y tienen que escolarizar a sus hijos en un sistema educativo que incluso impone el catalán en asignaturas como las matemáticas, sin importar que el niño venga de Alemania, Inglaterra o cualquier otro lugar. Y que quizás hayan estudiado español para venir a vivir unos años a una provincia española, sea la Comunidad Valenciana, Galicia, o Cataluña. Es una presión innecesaria y contraproducente para la integración. Y que obliga a pasar de curso a niños y niñas que no se adaptan o traen muchos suspensos debido a dicho sistema tan nefasto en tantos sentidos.
La situación empeora cuando vemos cómo se gestionan los recursos. Un afán recaudatorio voraz, dirigido a recaudar fondos no para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, sino para reforzar estas herramientas de ingeniería social que buscan moldear las mentes de los ciudadanos. Instituciones y programas que deberían estar orientados a educar y formar, se convierten en vehículos de adoctrinamiento. Es un uso irresponsable de los fondos públicos, que se destinan a perpetuar ideologías en lugar de invertir en una educación abierta y crítica.
¿Y qué decir del uso del idioma como herramienta de exclusión? Que en pleno siglo XXI se multe a negocios por rotular en castellano es una aberración. El catalán es una lengua rica y preciosa, que he hablado desde niño y que valoro profundamente. Pero imponerlo a base de sanciones es otro síntoma de intolerancia disfrazada de defensa cultural. El catalán debe florecer, pero no a costa de marginar otras lenguas. El pluralismo debe ser una fuente de riqueza, no de confrontación.
Lo que realmente me entristece es que estas políticas no están guiadas por la sensatez ni por la responsabilidad institucional que Cataluña necesita, sino por la necedad de mantener una narrativa divisoria. Como bien ha dicho mi referente político, Jean Castel Sucarrat, Cataluña merece un liderazgo coherente, que sepa unir y no dividir, que recupere el sentido común, la responsabilidad en la gestión pública y que no pierda la sensibilidad con los más jóvenes, que son el futuro de nuestra nación unida por los lazos de nuestros antepasados.
Es hora de actuar con sensatez, coherencia y responsabilidad. Debemos ser sensibles al futuro de nuestros jóvenes, que son el verdadero motor de esta nación. La política debe estar al servicio del bienestar común, no de ideologías que nos retrotraen a tiempos de enfrentamiento. Cataluña, con su diversidad y riqueza, tiene la capacidad de liderar en valores, pero para ello necesitamos una gestión que priorice el sentido común y el respeto a todos.