Tal día como un 28 de diciembre, cuando termino de repasar esto que les escribo, me doy cuenta de que quizá ese Día de los Inocentes que tradicionalmente hemos celebrado una vez al año, en el que nos permitimos falsear la realidad, transformarla, mentir, en suma, que es lo que encierra toda broma que pretende relativizar lo serio, la verdad para darnos la posibilidad de reírnos de los demás y a costa de ellos -y a ser al mismo tiempo blanco de la chanza ajena-, es realmente cada uno de los días de cada año de nuestra vida. Al menos en los últimos tiempos en los que parece que la diferencia entre lo que es verdad y no lo es prácticamente desaparece y sus límites respectivos se difuminan hasta desaparecer ante nuestros ojos. Cuando pasamos de lo que es cierto a lo falso sin solución de continuidad.
Solo en esa inocentada permanente de tener que aceptar lo que no es verdad como si lo fuera me explico que hayamos aceptado que en la vida pública se desprecie la ética más básica en el proceder de los que nos gobiernan, sin poder olvidar que quienes lo hacen, al menos en nuestro entorno actual, han sido elegidos democráticamente por nuestra mano cuando hemos tenido la oportunidad de hacerlo, libre y voluntariamente, por tanto. Algo que ofrece, o debería ofrecer, una visión cuando menos crítica de nosotros mismos.
Recurro al inicio de estas líneas al primer párrafo del capítulo XVIII de la obra de Maquiavelo, El Príncipe, para invitarles a reflexionar sobre si después de prácticamente cinco siglos no estamos en las mismas circunstancias y decisiones que aquel funcionario florentino del Renacimiento aconsejaba a la familia de los Médici observar y poner en práctica para garantizarse un correcto ejercicio del poder, entendiéndose correcto como el apropiado para los intereses de quien lo ejerce, obviamente, y no tanto de aquellos sobre los que se ejerce.
Solo a la vista de esas letras escritas hace más de quinientos años se explican actitudes de quienes hoy nos gobiernan desdiciéndose constantemente de los compromisos adquiridos para alcanzar el poder, algo que se ha convertido en esa especie de broma constante en la acción política actual en la que el poder es el fin en sí mismo para quien lo ostenta, dejando de ser el medio para alcanzar un mayor y más extenso nivel de bienestar para la sociedad que se gobierna.
Renegamos así de aquello que la Ilustración francesa introdujo en el debate público a partir del rechazo del poder absoluto de los soberanos y que incluso tuvo su reflejo constitucional y en los primeros avances triunfantes de las ideas ilustradas, como demuestra la referencia expresa a la búsqueda de la felicidad (the pursuit of Happiness) contenida en la Declaración de Independencia de los EEUU de América de 1776 como un derecho inalienable a la par que la vida y la libertad; o como un objetivo de los poderes legislativo y ejecutivo propuesto en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional francesa en 1789. En España, de hecho, tal referencia aparece en el propio artículo 13 de la Constitución de Cádiz de 1812 con el tenor literal siguiente: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.
Si desde las tesis de Maquiavelo hasta hoy hemos asistido históricamente a una evolución que parecía llevar a las democracias occidentales de corte liberal al objetivo último y principal de conseguir el bienestar de los ciudadanos, algo que está indisolublemente unido a las ideas de verdad y de bien, resulta chocante de todo punto que hayamos terminado en la actualidad aceptando, y hasta justificando, actitudes de nuestros gobernantes que se adaptan como un guante a aquellos consejos de Maquiavelo en los que se justificaba cualquier medio para conseguir el fin de alcanzar. Y, sobre todo, mantener el poder por encima de cualquier consideración ética o moral.
En el mismo capítulo de El Príncipe al que me refería anteriormente sostiene Maquiavelo que “nunca faltaron a un príncipe razones legítimas para disfrazar la inobservancia (…). Que el que mejor ha sabido ser zorro, ése ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar”. O lo que es lo mismo: la primera causa de que haya quien nos engañe radica en que somos nosotros quienes nos dejamos engañar. Siempre habrá una broma para un inocente que asuma que lo es.
Por eso realmente uno se plantea a estas alturas, en el día a día en que vivimos y a la vista de las noticias que leemos, pero sobre todo de las que recordamos haber leído no hace mucho, si esta broma infinita que venimos soportando de nuestros políticos actuales no es la misma maquinada hace más de quinientos años. Si el desarrollo y la evolución de la ciencia política y la influencia en la misma del humanismo, de la razón, de la ciencia, y de todo aquello que hizo nacer el Estado liberal tras las monarquías absolutas no ha sido más que un mero paréntesis histórico fruto de la necesidad del momento. Si la continuación del modelo de gobierno en nuestros días no es más que el retorno a esa idea de que el ejercicio del poder, sin más, desnudo de otros matices éticos finalistas, es el camino a seguir.
Me pregunto por ello si no estaremos realmente equivocados los que creemos sinceramente que en política habíamos avanzado en aspectos tales como la empatía entre gobernantes y gobernados o, incluso, en el respeto a algo tan fundamental como mantener la palabra dada o explicar con un mínimo de coherencia y sinceridad lo que se hace cuando no se corresponde en absoluto con lo que se dijo que se iba a hacer o, más aún, cuando se contradice con otras explicaciones anteriores. Que la política y el poder, en suma, era algo más allá y distinto de lo enunciado por aquel tal Maquiavelo.
Créanme que me queda esa desazón que produce la duda de si todo ha sido una broma y los ciudadanos somos los santos inocentes de astutos gobernantes a quienes hemos ungido príncipes con nuestra sacrosanta democracia para que nos arrebataran algo tan fundamental como la verdad. Y lo que es más: de si realmente hemos asumido ya naturalmente que eso, esa ausencia de verdad, es el estado natural de las cosas que nos lleva a desaprender lo aprendido.
En este Día de los Santos Inocentes de 2024, tanto tiempo después de que Nicolás de Maquiavelo expusiera su pensamiento, me pregunto delante del café que me acompaña en la reflexión que les comparto si el tipo no tenía realmente la capacidad de ver el futuro cuando escribe que “un príncipe de estos tiempos, a quien no es oportuno nombrar, jamás predica otra cosa que concordia y buena fe; y es enemigo acérrimo de ambas, ya que, si las hubiese observado, habría perdido más de una vez la fama y las tierras”. O, al contrario: si resulta que hay entre nuestros políticos actualmente simplemente quienes mantienen como lectura de cabecera la obra de aquel, en la que han venido basando fielmente y al pie de la letra todas sus decisiones al gestionar la cosa pública.
Y es que solo así, esta mañana de un 28 de diciembre, me explico que termine pareciéndome tan ligero y llevadero ese gigantesco monigote que, en mi caso al menos, no sé si a ustedes también les pasa, alguien me colgara un día en la espalda. Y que me hace terminar por soportar, y casi ignorar, la broma a la que nos someten día sí y día también quienes nos mienten sin pestañear.
Pónganle ustedes mismos el nombre a su Príncipe particular, que los hay de todos los colores. Que nos envuelven con su astucia y que se ríen de quienes les hemos confiado nuestra lealtad. Maquiavelo dixit.
Tengan feliz año.